Abigail Bolaños.

A lo largo de la historia, la voz de las mujeres ha sido constantemente objeto de control, censura y castigo. Una de las manifestaciones más extremas y violentas de esta represión fue la scold’s bridle, conocida en español como brida de la regañona o, más gráficamente, máscara corta-lenguas. Este instrumento de tortura se aplicó principalmente a mujeres en Europa, especialmente en Inglaterra, Escocia y Alemania, entre los siglos XVI y XVIII.
Este tipo de artefacto refleja con brutal claridad cómo las estructuras patriarcales no solo pretendían someter físicamente a las mujeres, sino también silenciar su palabra, su presencia y su poder. Fue diseñado para castigar a mujeres que hablaban “demasiado”, que cuestionaban, que se quejaban o simplemente incomodaban al poder. Es decir, a mujeres “escandalosas”, “chismosas” o “desobedientes”.
La máscara consistía en un armazón de hierro que se colocaba sobre la cabeza de la víctima. En su interior, una pieza metálica —a veces con púas— se introducía en la boca para presionar o dañar la lengua, impidiendo que hablara. Algunas versiones llevaban campanas o grabados humillantes, para reforzar la dimensión pública y escarnecedora del castigo.
Algunos ejemplares auténticos se conservan en museos como el Science Museum Group y el Museum of Witchcraft and Magic, donde se documenta su uso como instrumento de “corrección social”. Aunque en casos muy puntuales se usó en hombres, su aplicación fue abrumadoramente dirigida contra mujeres que desafiaban el lugar que se les había impuesto.
Pareciera lógico pensar que una máquina de tortura tan cruel pertenecería al ámbito de lo

clandestino, pero no fue así. Todo lo contrario, ya que su uso estaba perfectamente amparado por la ley. El término scold era un calificativo legal para mujeres consideradas perturbadoras del orden social por su forma de hablar. Según historiadoras como Susan Morrison, su uso formaba parte de una auténtica “arquitectura legal” para imponer el silencio femenino en el espacio público (The Scotsman, 2023).
Uno de los primeros registros data de 1567, en Escocia, cuando Bessie Tailiefeir fue castigada por acusar a un funcionario de usar medidas falsas. Fue obligada a portar la máscara y a ser exhibida públicamente durante una hora.
La exclusión de las mujeres de los espacios de poder y decisión viene de la Antigüedad y ha tomado muchas formas a lo largo del tiempo. La scold’s bridle fue solo una de las más visibles, pero su lógica sigue operando.
Mary Beard en Women & Power: A Manifesto (2017)
Aunque su uso disminuyó en el siglo XIX, este artefacto permanece como un símbolo de las prácticas misóginas que hemos vivido históricamente por el simple hecho de nacer mujeres. Fue una herramienta más de un sistema que busca controlar nuestros cuerpos, nuestras voces y nuestra participación en lo público y lo privado.
Hoy no hay máscaras con púas, pero hay otras violencias mucho más sutiles —y por eso mismo, más normalizadas— que siguen cumpliendo la misma función; silenciarnos, humillarnos y ridiculizarnos. Desde el gobierno, el ámbito laboral, familiar o social, todo se ajusta para que no hablemos, para que no molestemos, para que no incomodemos lo suficiente.
Porque incluso siendo feministas o desertoras del patriarcado, no está bien visto cuestionar lo suficiente para no ser una «mala feminista», una «revoltosa» o «radical«. Es decir, bajo los términos institucionales somos «libres» siempre y cuanto no incomodemos demasiado.

Sí, una máscara de hierro diseñada para cortar la lengua puede parecer cosa del pasado, algo brutal e imposible de creer. Pero si observamos con atención, el silenciamiento no ha desaparecido, sino que se ha disfrazado.
Hoy lo vemos en cada interrupción por algún hombre para imponerse, en cada idea que nos arrebatan sin darnos crédito, en cada ataque digital si no cumplimos con estándares de belleza, juventud o docilidad. ¿Cuántas veces nos han callado por defender a otras mujeres? ¿Cuántas veces nos han tachado de «exageradas», «locas» o «feminazis» solo por nombrar lo que duele?
Las hogueras, las máscaras, los linchamientos públicos de la Edad Media no se extinguieron, simplemente continúan adaptándose a una sociedad moderna que sigue normalizando la violencia mientras los derechos que hemos alcanzado se tambalean y los que nos faltan siguen exigiendo lucha constante.
En palabras de Silvia Federici, las tecnologías de control del cuerpo y la palabra de las mujeres han sido esenciales para la consolidación del poder patriarcal y capitalista desde el siglo XVI (Calibán y la bruja, 2004).
La máscara del regaño es, sin duda, un emblema del silenciamiento de las mujeres a través de la violencia, la vergüenza y el castigo público. Pero recuperar esta historia desde una mirada crítica y feminista no es solo un ejercicio de memoria, sino de una forma de resistencia.
Porque siguen existiendo dispositivos —más pulidos, más sofisticados— que quieren seguir acallando nuestros pensamientos, nuestras emociones y nuestras voces.
Uno de los actos más revolucionarios de las mujeres es desagradar, o ser odiada por revelarse. Está bien acostumbrarse a no gustar, a ser llamada «amargada» o «grosera», porque es un hecho que la sociedad utilizará cualquier apelativo a fin de silenciarte.
Fuentes.
Beard, Mary. Women & Power: A Manifesto. Profile Books, 2017.
Crawford, Katherine. European Sexualities, 1400–1800. Cambridge University Press, 2007.
Federici, Silvia. Calibán y la bruja. Traficantes de Sueños, 2004.
Gowing, Laura. Domestic Dangers: Women, Words, and Sex in Early Modern London. Oxford University Press, 1996.
Morrison, Susan. “Scold’s Bridle: brutal punishment for outspoken women.” The Scotsman, 2023.