Por Ilem Evlasnom

Nací hace casi cien años, soy una de las pequeñas hermanas entre los cuerpos del edificio. Estoy al final de un largo y oscuro pasillo que comienza en la avenida Juan Bautista Alberdi.

Tengo paredes y puertas altas, no tengo ventanas pero sí una pequeña terraza donde me pega el sol casi a mitad del día, y cuando llueve, el agua besa mi rostro.

Hay un pequeño hall de entrada para que todos puedan dejar sus abrigos y zapatos, tengo tres habitaciones, dos con entrepiso y otra que está sobre la cocina. También tengo una salita comedor, cocina y un baño pequeño.

El baño está debajo de un pasillo corto, el que da hacia la habitación sobre la cocina. Es diminuto, de apenas unos metros, y con todo apretujado. La lavadora está en un pequeño rincón bajo las escaleras, encima del lavamanos hay un espejo cuadrado con marco de mosaico y la ducha está sobre el inodoro. Tiene el espacio justo y necesario.

Mis escaleras están recubiertas de mármol, las paredes son blancas y el piso forma un patrón de flores. Eso me hace sentir elegante y coqueta. Pero la verdad es que desde hace varios años me ha costado mucho sentirme feliz.

Hay una punzante agonía que me abruma. Puedes escuchar el agua corriendo por todas mis paredes, la humedad es tan fuerte que te llega a los huesos, me cuesta proteger de las estaciones, tengo grietas, manchas y aunque trato de sonreír, tengo un pasado escalofriante.

Toda casa está erigida para albergar familia, amigos, cultivar cariño y solidaridad. Para tener un aroma a pizza o a galletas. Para tener un plato más en la mesa. Y aunque es lo que siempre he soñado, soy distinta a las demás casas.

Mis ojos sin ventanas fueron testigos de un crimen terrible.

Él siempre peleaba con sus compañeras sentimentales. Era fuerte, autoritario y dominante. De las otras casas ya estaban acostumbrados a los gritos, me miraban con lástima y hasta con un poco de reproche.

Quizás por eso no llamaron a la policía esa mañana, aunque ella y yo lo pedimos a gritos. La pelea se hizo cada vez más fuerte, ella intentó defenderse pero él la dominó, la arrastró hasta el baño y estrelló su cabeza contra mi lavamanos. Le destrozó el cráneo y ella murió al instante.

Mi baño tiene un espacio limitado, casi incómodo, pero aún así estaba dedicado a la limpieza, a la belleza, a la renovación. Y quedó todo teñido de escarlata. Mi piso de flores. Mis escaleras prístinas.

Creo que nunca podré olvidar la sensación de ese líquido caliente, pesado, pegajoso, abundante y tan irrevocablemente triste.

Desearía haber podido ayudarla, que mi lavamanos fuera de goma y no de hierro. Ojalá hubieran hecho caso a nuestros gritos.

Él se quedó sentado esperando.

De repente empezó a llegar más y más gente, casi no cabían entre mis paredes, algunos iban vestidos de negro y otros de azul. Se la llevaron a ella en una camilla cubierta. A él se lo llevaron esposado.

Tomaron medidas de mis espacios, colocaron cintas amarillas, sacaron fotos hasta de mis lugares más íntimos, me sentí expuesta, vulnerable, todo en medio de pasos apresurados, voces, bullicio… y luego silencio. Sólo silencio.

Me quedé sola por mucho tiempo, desconsolada y helada, incluso en los días de verano. Nadie más vino. A nadie más le importó.

Hasta que al fin un día abrieron mis puertas de nuevo y tuve habitantes. He tenido demasiados. Han estado yendo y viniendo, no suelen quedarse por largo tiempo. Puedo ver que se sienten intranquilos.

Parece que hay un eco de la tragedia reverberando en mis paredes y los atraviesa hasta tocar sus almas. No logro brindarles cobijo ni sosiego.

Sin embargo, cada quién ha ido dejando algo de sí mismo, entre mis costillas de concreto he ido coleccionando bostezos, risas, recetas, copas de vino, besos, promesas, pinceles de colores, medias perdidas, palabras en papel, bordes de pizza, juguetes y restos de jabón.

Y así las cosas han mejorado un poco.

Ahora tengo cuatro habitantes, tres chicas y un chico. Son del caribe. Cocinan platillos deliciosos, llenándome de perfume, bailan y ríen juntos, dándome voz, escriben y pintan a la luz de mi terraza, como si la esperanza no estuviera pasada de moda.

Ellos descubrieron toda la historia y me contaron los detalles. Saben que quiero sanar.

Tienen una gata que caza malas energías, se llama Corazón, y hay una niña, llamada Miel. Viene los fines de semana y esos días que está aquí, conmigo, jugando y riendo sin control, siento que mis sueños se hicieron realidad.

Se curva mi boca en una sonrisa de mármol.

Qué bueno que estén aquí. Qué bueno saber que podemos comenzar de nuevo.

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