Valeria Rocha.
“Es que si digo que no, seguro se enoja”, “mejor lo hago yo, así evito problemas”, “es que no quiero que se sienta mal”.
Frases como estas son más comunes de lo que parecen, especialmente entre mujeres. Y no es casualidad, históricamente, a las mujeres se nos ha enseñado (con palabras y sin ellas) que debemos sostener al mundo: ser amables, estar disponibles 24/7, ser cuidadoras, estar siempre atentas a las necesidades de las demás personas, incluso si eso implica posponer u olvidar las propias.
Desde niñas aprendemos que poner límites es sinónimo de egoísmo, que decir “no” es causar conflicto, que expresar enojo es “exagerar” o ser “problemáticas”. Así, muchas crecemos pensando que nuestro valor radica en qué tanto agradamos, ayudamos o complacemos, nos han enseñado que eso significa ser “buena mujer”, ser “buena onda”, “buena esposa”, «buena madre”; porque también hemos observado el castigo o las consecuencias de no hacerlo, el rechazo, la exclusión y la crítica. Pero, ¿qué pasa cuando estas imposiciones comienzan a pesar?
No es solo una experiencia individual. Como señala Marcela Lagarde (1990), la socialización femenina nos ha constituido como sujetas “para otros”: maternales, abnegadas, responsables del cuidado de la vida, incluso a costa de la propia. Esa disponibilidad emocional constante no nace del amor libre, sino muchas veces de una estructura desigual que nos ha hecho sentir que no tenemos opción.
Esta carga se reproduce en lo íntimo: en la familia, la pareja, el trabajo, los grupos de amigas. Nos volvemos las que median, cuidan, organizan, ceden. Y muchas veces, aunque estemos agotadas, seguimos diciendo que sí.
Amelia Valcárcel (1997) explica que a lo largo de los siglos las mujeres han sido educadas para la obediencia, no para la libertad. Han sido configuradas como “el otro necesario” para sostener lo masculino, lo público, lo importante. Dentro de esta lógica, complacer no es una elección genuina, sino un mandato estructural que se vuelve virtud femenina: docilidad, paciencia, amabilidad, entrega. Así, se nos ha asignado el papel de servidoras en todos los espacios: en la casa, en la pareja, en el trabajo, incluso en las amistades.
No es sorprendente que muchas mujeres tengamos dificultades para decir que no, priorizarnos o simplemente sentirnos con derecho a poner límites. No se trata de que no sepamos hacerlo, sino de que el costo simbólico y emocional ha sido históricamente demasiado alto.
Desde el modelo de Terapia de Esquemas (Young, Klosko & Weishaar, 2003), esta necesidad de agradar puede tener orígenes en experiencias tempranas de invalidación o abandono, donde aprendimos que nuestras necesidades no eran tan importantes, o que pedir algo generaba conflicto o rechazo.
Algunos de los esquemas que suelen sostener esta conducta son:
- Subyugación: ceder el control de las propias decisiones por miedo al castigo, la
crítica o el conflicto. - Autosacrificio: poner las necesidades ajenas por encima de las propias de manera
constante, como forma de sentirse valiosa o evitar el abandono. - Búsqueda de aprobación: basar la autoestima en la validación externa, necesitando
constantemente agradar o ser aceptada.
Estos esquemas no son caprichos ni errores de carácter. Son respuestas adaptativas que en algún momento de la vida fueron necesarias para sobrevivir, pero que en la adultez pueden limitar profundamente la autonomía y bienestar emocional.
Desde una psicología con perspectiva feminista, no entendemos la necesidad de complacer como un rasgo individual o una debilidad emocional, sino como el resultado de una cultura patriarcal que ha construido los cuerpos, los vínculos y las subjetividades de las mujeres para estar al servicio de otros.
Las emociones que emergen cuando una mujer intenta poner límites (culpa, miedo, ansiedad, vergüenza) no son síntomas de una “falla interna”, sino señales de un conflicto entre su deseo y un mandato social profundamente arraigado: el de agradar para ser aceptada, callar para ser querida y sacrificarse para ser valorada.
¿Cómo saber si estoy constantemente complaciendo a las personas?
Aquí te dejamos algunas preguntas que pueden ayudarte a identificarlo:
- ¿Te cuesta decir que no, aunque estés cansada o no quieras hacer algo?
- ¿Sientes culpa o ansiedad después de poner un límite?
- ¿Tienes miedo de que se enojen o se alejen si no haces lo que esperan de ti?
- ¿Sueles priorizar las necesidades de otras personas, incluso cuando tú también
necesitas algo? - ¿Sientes que, si no estás disponible, eres mala persona?
Si respondiste que sí a varias de estas preguntas, no es tu culpa. Este patrón es común, pero no es natural y mucho menos innato, solamente fue una herramienta que utilizaste para sobrevivir en un mundo hostil.
Empezar a cuestionar estas dinámicas que afectan nuestra vida y bienestar físico, emocional y espiritual, implica un proceso profundo de autoconocimiento, donde se puedan encontrar nuevas formas de autocuidado, priorizando tus necesidades. Es posible aprender a habitar tu deseo, a reconocer tus límites sin culpa, a nombrar lo que necesitas sin miedo. No para dejar de cuidar a otras personas, sino para también cuidarte a ti.
Como dice Carol Gilligan (1982), el cuidado ético no se trata de sacrificio, sino de una ética
relacional que reconoce también la propia voz.
Y esa voz merece ser escuchada.
Referencias
Gilligan, Carol. (1982). In a Different Voice: Psychological Theory and Women’s
Development. Harvard University Press.
Lagarde y de los Ríos, Marcela. (1990). Los cautiverios de las mujeres: madresposas,
monjas, putas, presas y locas. UNAM.
Young, J., Klosko, Janet., & Weishaar, Marjorie, E. (2003). Schema Therapy: A Practitioner’s
Guide. Guilford Press.